En varios países de Latinoamérica existe la costumbre de "quemar el Año Viejo" el 31 de diciembre. Se construye un muñeco con ropa usada o materiales reciclables, a veces con fuegos artificiales, que representa el año que termina. Este ritual, con raíces en la antigua Roma y adaptaciones en España y Ecuador, simboliza purificación y cierre de ciclos.
Algunos
dicen que se remonta a la Grecia Clásica, en los siglos VI y V A.C., donde se
pensaba que el rey, al terminar su reinado, debía morir incinerado. Más
adelante, se decidió representar al rey en una figura de madera que era quemada
para marcar el final de su reinado y el comienzo de otro. Un acto de transición
para señalar el final de un ciclo y el comienzo de uno nuevo.
Recuerdo que, de niña,
sentía mucho miedo cuando llegaba el momento de la quema y los fuegos
artificiales y siempre buscaba un sitio donde esconderme. Una mañana de Año
Nuevo, los patos que mi papá cuidaba con mucha dedicación, estaban muertos; se
habían envenado con los residuos de la pólvora que tenía el "Año Viejo". No
tengo recuerdos lindos de estas noches, me parecían inquietantes; quizás de ahí
vienen algunos temores y mi rechazo al ruido y la algarabía.
Sin embargo, más allá de las tradiciones y costumbres, me pregunto:
¿Realmente necesitamos quemar lo viejo o podríamos resignificarlo?
Quemar el pasado parece una forma de dejar
atrás lo que nos duele, pero quizá el verdadero reto es mirar ese pasado con
otros ojos, integrarlo y aprender de él.
El psicólogo Carl
Jung hablaba de “la sombra”, ese lado oscuro de nuestra personalidad que
solemos negar o esconder porque pensamos que es inaceptable y nos da vergüenza.
Jung proponía que, en vez de rechazarla, deberíamos integrarla para sentirnos
completos. Alumbrar la sombra como dice el escritor y sacerdote Pablo D’ors, se
trata de mirar amorosamente aquello que alguna vez nos hizo daño o que no nos
gusta, sin juzgarlo, reconociendo que sólo podemos avanzar si aceptamos nuestra
luz y nuestra oscuridad.
Este 31 de diciembre sería un buen día para darnos permiso de mirar con amabilidad, como algo digno de ser amado, eso con lo que luchamos cada día para que no aparezca. Ver no es lo mismo que mirar y mirar no es lo mismo que entender, aceptar y tomar consciencia.
¿Qué es eso que quisiera quemar y
alejar de mi vida?
Lo invito para que este fin de año haga una pausa y se dé permiso de
recordar -volver a pasar por el corazón- lo que no se atreve a mirar, tal vez
duela un poco pero ya pasará. Al recordar no lo juzgue, no se regañe, ni culpe
a otros. Contemple amorosamente ese pasado, ese interior que está necesitando
ser reconocido, para que la luz del amor disuelva la oscuridad y dé paso a lo
nuevo.
La próxima vez que
piense en quemar algo, primero mírelo con amor, quizá haya alguna lección o un
regalo en ese recuerdo, en esa historia. No podemos dejar ir lo que no reconocemos;
lo que escondemos se acomoda en algún rincón y nos impide avanzar. A veces
queremos encontrar un propósito ya, pero antes de descubrirlo debemos mirar
cuál es el sentido de lo que hemos vivido hasta aquí, reconocer que no seríamos
los que somos si no hubiéramos pasado por algunas situaciones dolorosas en
nuestra vida. Las nuevas posibilidades también están en ese espacio oscuro que
hemos querido cerrar, es allí donde, como dice el profesor Otto Scharmer, está
el futuro que quiere emerger.
¿Qué recuerdos, emociones o historias guarda en su propio “Año Viejo”?
¿Hay algo que, en vez de quemar, podría mirar con compasión y transformar en aprendizaje?
Como decía
Jung: “lo que negamos nos somete, lo que aceptamos nos transforma”. Que este
nuevo año nos encuentre más conscientes, más amables con nuestro pasado y
abiertos a las posibilidades que emergen de lo que alguna vez quisimos dejar
atrás.
¡Feliz año nuevo para
todos!
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