A
veces damos poca importancia al cuerpo. Nos acordamos de él cuando se enferma o
cuando hacemos demasiado ejercicio y aparece un dolor. Sin embargo, como dice
Maurice Merleau-Ponty, desde la filosofía existencial: “El cuerpo es nuestra
ancla en el mundo.” No es un objeto desconectado de nuestro ser, es el
sitio donde se expresan nuestras emociones, esas que nos permiten darnos cuenta
que estamos vivos y que nos importa lo que pasa a nuestro alrededor.
Pensamos
que estamos bien y un día el cuerpo se expresa de manera silenciosa, sin
gritar, sin sentir dolor, sin romperse; solo sangra, como si un río se hubiera
salido de su cauce, no producto de un accidente o una herida. Hace poco tuve un
sangrado muy fuerte durante 18 horas. La sangre fue producto de un hematoma que, sin una causa obvia, se formó en la
vejiga. No tenía una infección, no me había dado ningún golpe, no había pasado
por un quirófano.
Estoy
convencida, como dice el neurocientífico Antonio Damasio, de que “el cuerpo
no es un mero vehículo para la mente; es el teatro de las emociones”. Estas
se producen por un estímulo en el cerebro, pero van directamente al cuerpo y es
este el que las siente primero; a veces la respiración se agita, el corazón se
acelera, los músculos se tensionan, el estómago se contrae, el intestino se
inflama. Detrás de estas manifestaciones generalmente hay una emoción que está
tratando de decirnos algo.
Soy psicóloga y coach, acompaño personas, grupos y organizaciones en procesos de transformación y aprendizaje. Muchas veces me encuentro con heridas silenciosas que impiden dar el siguiente paso. Esta vez fue mi cuerpo el que me pidió ponerle atención, parar y dejarlo que mostrara algo que estaba necesitando salir. Esta situación me recordó que:
Vivir en función de hacerlo todo bien, decirle que sí a todo y a
todos, estar siempre para hacer lo que hay que hacer puede convertirse en un
desafío demasiado grande para el cuerpo que afecta la salud física y en
ocasiones la salud mental.
Agradezco
mis hábitos saludables, la meditación diaria, la alimentación sana, el
ejercicio periódico, mi vida espiritual, creo que eso juega a mi favor. No
obstante, este llamado de atención me pone a pensar en la importancia de
escuchar no solo el ruido, los gritos y el llanto de lo que nos incomoda o nos
duele, sino el silencio de lo que no se dice. Necesitamos aprender a valorar y
cuidar lo que se ve y lo que no se ve, lo que solo se siente en el cuerpo y se
manifiesta en un gesto, en una tensión muscular, en una incomodidad que muchas
veces no sabemos o no nos atrevemos a reconocer.
Esta reflexión me conecta con mis aprendizajes de Teatro de Presencia Social (T.P.S.), una práctica corporal creada por Arawana Hayashi y Otto Scharmer, del Presencing Institute MIT, que utiliza movimientos y posturas sencillas para fomentar la conciencia, liberar creencias limitantes y facilitar la transformación personal y social.
- No se trata de representar una escena como en el teatro convencional, sino que es una herramienta para abrirnos a otras formas de percibir la realidad, activando la inteligencia del corazón y del cuerpo. Espacios que invitan a tener una presencia más compasiva con nosotros y con el mundo para que seamos capaces de identificar nuevas posibilidades y generar cambios positivos en el entorno.
“Cuando miro al mundo, soy pesimista; pero cuando miro a las personas, soy optimista” decía Carl Rogers. Aunque hoy haya dolor, aunque tengamos heridas que sangren, aunque haya tanta violencia y guerras absurdas, aunque el mundo parece estarse desmoronándose, siempre tenemos la posibilidad de escuchar más allá de las palabras y reconocer la bondad y el valor en nosotros mismos y en cada ser humano que nos rodea.
Lo invito a que escuche lo dice su cuerpo en silencio, a
que sepa qué expresan los gestos y la postura del cuerpo de las personas a su
alrededor y reconozca cuál es esa situación o persona que necesita de su
compañía.
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