Solo le pido a Dios que la guerra, el dolor, lo injusto, el engaño,
el futuro no me sean indiferentes: “un monstruo grande y pisa fuerte toda la
pobre inocencia de la gente” como dice la letra del himno ‘Solo le pido a
Dios’ compuesto por el cantautor argentino León Gieco en 1978 y que hoy
deberíamos grabar en nuestros corazones para proteger la dignidad de tantas
personas víctimas del cambio climático, los conflictos armados, la pobreza
extrema, la migración forzada, entre otros. Aquí me pregunto qué entendemos por
dignidad humana.
Este es un concepto que ha evolucionado a lo largo de la historia.
Podemos mencionar la propuesta de la doctrina cristina que da un valor intrínseco
al ser humano por ser hijo de Dios, creado a su imagen y semejanza; el
humanismo del Renacimiento que promovió la idea de derechos humanos para todos por
el simple hecho de ser humanos, apartándose de excluir a quienes no eran
nobles; en la Ilustración, filósofos como Kant argumentaron que cada individuo
debe ser tratado como un fin en sí mismo y no como un medio para un fin; la declaración
universal de los Derechos Humanos de Naciones Unidas, en 1948, establece que
todos los seres humanos nacemos libres e iguales en dignidad y derechos, lo que
pone la dignidad humana como un principio central en el derecho internacional.
También la Agenda 2030, propuesta por Naciones Unidas en septiembre de 2015 se
presentó como “una narrativa de la dignidad humana que no deja nadie atrás”.
En alguna época me sentí agradecida por no haber nacido en la
Alemania de Hitler y pensaba, tal vez de manera ingenua, que no era posible que
la humanidad volviera a caer en un abismo semejante al del holocausto; sin
embargo, cada día son más las situaciones en distintas partes del planeta que
atentan contra la dignidad humana ¿Qué podemos hacer para rescatarla? Está
claro que no es un tema de definiciones teóricas, tampoco de normatividad y
programas que se utilizan a discreción de quienes ostentan el poder.
El papa Francisco, en su encíclica “Fratelli Tutti” -Hermanos
todos-, publicada en octubre de 2020, hizo un llamado a descubrir en el amor
una fuerza transformadora para las relaciones internacionales, la política, la
economía y la cultura. Como ejemplo utiliza la parábola del ‘Buen Samaritano’
en la que un hombre viajaba de Jerusalén a Jericó y fue asaltado y golpeado por
unos ladrones que lo dejaron al borde de la muerte; pasó un sacerdote, lo vio y
siguió de largo; pasó un levita, lo vio y siguió de largo; pasó un samaritano
que al verlo se acercó, lo curó, lo llevó a una posada y dejó dinero para que
lo cuidaran hasta que él regresara. En su Encíclica, Francisco señala la
importancia de la compasión y la solidaridad, subraya que los derechos humanos
no tienen fronteras y aboga por una gobernanza mundial que proteja a los
migrantes, destaca el valor de la ética y critica la idea de que la economía
por sí sola puede resolver todos los problemas.
Acoger esta invitación para aportar a un mundo más humano requiere tener el valor de iniciar un viaje interior que pasa por reconocer quiénes somos, con nuestras luces y sombras, para dejar de ocultar nuestras heridas y mirarlas compasivamente, con amabilidad. Sanar no es negar y ocultar lo que nos genera vergüenza, es aceptar nuestra historia, reconocer los regalos y aprendizajes aún y, sobre todo, de los tiempos difíciles, de lo contrario seguiremos ocultándonos detrás del ego, peleando con nosotros y tal vez haciendo daño a los demás.
En mi próxima columna compartiré algunas ideas para
este viaje interior. Hoy lo dejo con esta reflexión ¿En qué situaciones me
siento mejor y más conectado conmigo? ¿Qué cosas hacen que me desconecte y me
olvide de quién soy?
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