Algunos dicen que el domingo 29 de mayo
ganó la democracia y tal vez tengan razón. De 38.6 millones de colombianos que podíamos
votar, un poco más de 21 millones nos acercamos a las urnas para ejercer, sin
mayores dificultades, el derecho al voto. Podría decirse que fue una jornada tranquila y
‘normal’. Me pregunto si este resultado
es reflejo de una democracia viva o más bien de una democracia en decadencia,
no por el número de votantes, pero sí por el resultado y los candidatos que
pasaron a segunda vuelta.
La palabra democracia viene del griego
‘demos’, esto es, personas, y ‘kratos’, que significa poder; lo que lleva a la
definición tradicional de democracia como ‘el poder del pueblo’, una forma de
gobierno que depende de la voluntad del pueblo que lo elige. Dado que hay modelos diferentes de democracia,
algunos prefieren definirla por lo que no es: No es autocracia o dictadura de
una sola persona; no es oligarquía de un pequeño grupo de la sociedad; tampoco
debe ser la norma de una mayoría que ignora o desconoce a una minoría. En teoría, la democracia es el gobierno en
nombre de todos, que se caracteriza por la autonomía de las personas y la
igualdad en la posibilidad de influir en las decisiones que afectan a toda la
sociedad. Albert Camus decía que “democracia no es la ley de las mayorías, sino
la protección de las minorías”.
¿Estaremos eligiendo entre dos
populistas? Que cada uno analice y saque sus propias conclusiones. Tres líderes cercanos en el tiempo: Donald
Trump, en Estados Unidos; Hugo Chávez, en Venezuela; y Rodrigo Duterte, en
Filipinas, son calificados como populistas; pero ¿qué es el populismo? Cas Mudde, politólogo neerlandés, dice que populismo es la idea de que la sociedad
está separada en dos grupos enfrentados entre sí: el ‘verdadero pueblo’ y la
‘élite corrupta’. El líder populista es
quien representa la voluntad unida del pueblo; se presenta como opositor de un
enemigo, generalmente representado por el sistema actual, con el propósito de ‘drenar
el pantano’ o ‘lidiar con la élite liberal’. Otras
características de los líderes populistas, según Benjamin Moffit, autor de ‘El
auge global del populismo’, son: los malos modales; perpetuar un estado de crisis
y mostrarse siempre a la ofensiva; versatilidad y capacidad de adaptación a
cualquier situación; vínculos con el autoritarismo y sentimiento de poder
absoluto, avalado en algo que le escuchamos en su momento al fallecido Hugo
Chávez ‘exijo lealtad porque no soy un individuo, yo soy un pueblo’. Condiciones
que, según Moffitt, los llevan a ‘creerse infalibles y reconfigurar el espacio
político de una forma nueva y aterradora’. Otra característica, que genera sospechas, es
que ‘prometen demasiado’; ofrecen cosas que no son factibles pero que, para
algunos, son atractivas. La pregunta que tomo de Moffit es: ‘¿Qué tan bueno es
esto para la democracia?’
Ahora bien, ¿por qué el pueblo, los
ciudadanos, usted y yo, elegiríamos un líder populista? Probablemente la
primera respuesta sea, porque es lo que hay. Sí, pero, ¿cómo llegamos hasta aquí? Una
respuesta que parece evidente es el desgaste de la política tradicional, las
promesas incumplidas, la corrupción y la falta de soluciones a los problemas
profundos de la sociedad. Un pueblo
cansado, que tal vez en algunos casos, siente que ya no tiene esperanza y que
cualquier cosa sería mejor que seguir con los mismos; y, de otro lado, una
clase dirigente que busca mantener sus privilegios ‘a cualquier precio’ y
piensa que la solución es apoyar al más fuerte.
Es así como el populismo se convierte en polarización, sin mucho
contenido, sin mucho conocimiento y creo que, sin mucha conciencia.
Personalmente han sido días difíciles, he
tenido que hacer un alto en el camino para tratar de entender dónde estamos y
qué nos espera en estos próximos cuatro años. No importa cuál sea la opción, tal vez nos
esperan días complejos, porque el cambio no es fácil, porque vamos a tener que
adaptarnos a una nueva situación, porque, como lo decía en otra columna, no
estamos ante las mejores opciones. Podemos dejarnos arrastrar por emociones
como el miedo, la rabia o la desesperanza, o podemos hacernos cargo de la parte
que nos corresponde, votando de manera consciente y responsable, pensando en lo
que el país necesita. No es momento de odios, es tiempo de abrazar la
incertidumbre y caminar juntos para que los próximos cuatro años no sean el fin
de nuestra democracia, sino el principio de un nuevo país.
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