Parece que lo más cercano por estos
días es el tema de la muerte. Por un lado, la aprobación del aborto en Colombia
hasta los 6 meses de gestación, cuando el bebé ya está totalmente formado y
casi listo para nacer. Dejando a un lado
la polarización que esto genera, creo que el tema de fondo es ¿Cuál es el
significado que tiene la vida para el mundo de hoy? No hay duda de que a los 6 meses de gestación
ya hay un ser humano prácticamente igual a un bebé recién nacido. Por otro lado, tenemos la guerra entre Rusia y
Ucrania; la punta del iceberg de un conflicto que lleva mucho tiempo y en el
cual hay demasiadas complejidades geopolíticas y económicas. Pero, ¿Qué pasa
con la población civil que, al igual que ese bebé en gestación, es ajeno a las
decisiones que toman los adultos y los gobernantes? Estos dos temas comparten la vulnerabilidad de
los que no tienen voz, y el poco valor que damos a la vida humana.
Nos podemos quedar en el lado oscuro
de la muerte y la guerra o podemos pararnos en el sitio de la luz y la
esperanza. Cuando a santa Teresa de
Calcuta, durante la guerra de Vietnam, le preguntaron si se uniría a la marcha
contra la guerra, respondió: “No, pero si hacéis una marcha en favor de
la paz, iré”. Me uno a estas
palabras y elijo reflexionar sobre el valor de la vida que, desde mi punto de
vista, es la semilla que necesitamos sembrar y cultivar. No hay unos con más derecho que otros; cada
ser humano en este planeta es esa persona indefensa y vulnerable que necesita
cuidado y amor.
En medio de estas reflexiones me encontré con la historia maravillosa de Santiago Zapata. Un muchacho de 16 años, con distrofia muscular de Duchenne (DMD); una enfermedad hereditaria que causa debilidad y atrofia del tejido muscular, pérdida de fuerza y discapacidad progresiva. Contra todos los pronósticos, aprendió a leer y escribir solo, a los 9 años. Cuando murió su hermano, también con DMD, tomó la decisión de escribir un libro que pudiera transformar muchas vidas; estuvo investigando y haciendo notas durante año y medio, hasta que estuvo listo para publicarlo.
Tal vez teníamos la ilusión de llegar al otro lado, después de la pandemia, siendo mejores seres humanos. El virus, el confinamiento, el deterioro de la salud, las muertes, la pérdida del trabajo y la falta de recursos, acompañados de una realidad llena de incertidumbre, parecían suficientes para sacudirnos y entender que ser humano es sinónimo de vulnerabilidad y que no se trata de resistir, sino de tener valentía para volver a comenzar, recuperar o encontrar un sentido para la vida. Levantarnos de las cenizas que deja la covid-19 es una tarea que requiere escuchar con mente abierta, empatía y coraje para reconocer que hay una realidad distinta más allá de la nuestra, donde hay muchos que no la están pasando bien. Mirar al futuro con esperanza implica, como dice Otto Scharmer, hacer dos viajes: Al interior, para conectarnos con nuestra esencia, el alma, el universo, Dios, o como quieras llamarlo; y, un viaje a la periferia, para encontrarnos con el otro que es distinto, que nos interpela y nos invita a caminar juntos de manera solidaria o, si prefieres, de manera colaborativa.
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