Amo los cuentos que “sirven
para dormir a los niños y para despertar a los adultos”, como dice el terapeuta
y escritor argentino Jorge Bucay, autor de éste: ‘Un hombre visita la casa de
un amigo, toca a la puerta y una voz pregunta: ¿Quién es? ¡Soy yo! La voz
adentro responde: ¡Vete! Después de
muchos años de entrenamiento y aprendizaje el hombre regresa, con más humildad
y sabiduría, y toca de nuevo a la puerta. La voz pregunta: ¿Quién es? ¡Soy tu! La puerta se abre y la voz dice: Entra, en
esta casa no hay lugar para dos YO’.
Vamos a hablar del ego; este
yo inmenso, que no admite la existencia del otro, bloquea la puerta a todo lo
que parece distinto, no permite explorar nuevas posibilidades, siempre está en
primera fila y piensa que nadie tiene su nivel, se siente dueño de la verdad, no
admite la crítica y necesita tener el control. No estoy hablando de una
persona, creo que la mayoría de nosotros tenemos alguna dosis de ego; algunos
más que otros, y algunos tanto, que no se dan cuenta que lo tienen; podríamos
decir que el ego los tiene a ellos, al punto que se bloquean todas las
posibilidades de aprendizaje, reconocimiento de la diferencia y colaboración. Estos
egos se traducen en liderazgos arrogantes e individualistas; aunque más que
liderazgo esto sería ejercicio de poder y autoridad. Son muchos los ejemplos
que tenemos y cada vez son más visibles. Los señores Trump, Bolsonaro, Maduro,
por mencionar algunos mandatarios que hoy se destacan por su arrogancia; detrás
de la cual se encuentra un ego desmedido, que se cree superior, desprecia,
ignora y ofende a los demás.
La pandemia nos puso, como
humanidad, contra la pared; nos enfrentó con un reto monumental de
transformación, obligándonos a pensar en el valor y el cuidado de la vida, al
mismo tiempo que, en el dinamismo de la economía. Por supuesto es un asunto
complejo, porque el concepto de desarrollo, durante los últimos 70 años, ha
estado asociado con temas de poder, generación de riqueza y competencia, pensando
que éste era el motor para solucionar los problemas de pobreza, hambre,
inequidad y exclusión. Sin embargo, la realidad era otra; por detrás de las
cifras de crecimiento del PIB y competitividad de los países, estaba el aumento
de la marginalidad y la vulnerabilidad de millones de personas. Desde la
posición cómoda del ego muchos probablemente quieren que esto termine lo más
pronto posible, para regresar a la ‘antigua normalidad’. Pero ¿Cuál es la
normalidad a la que queremos regresar? Será posible estar bien cuando, una gran
parte de la población está pasando por situaciones realmente difíciles, por
cuenta de: Pérdida del trabajo, disminución de ingresos, aislamiento forzoso por
el riesgo de contagio, problemas de salud física y mental, entre otros.
Otto Scharmer y sus
colaboradores hablan de la necesidad de pasar de los egosistemas a los
ecosistemas. El egosistema se caracteriza por una serie de desconexiones que se
traducen en inequidad, uso excesivo de los recursos del planeta, deterioro de
la calidad de vida de una gran parte de la población, vacíos de liderazgo
colectivo que afectan todo el sistema, abuso y mala gestión del bien común
ecológico y social, incapacidad de satisfacer las necesidades de personas en la
base de la pirámide. Desconexiones que son producto de la incapacidad de mirar más
allá de los intereses propios y reconocer que hay algo que no estamos viendo; del
ego excesivo que nos domina e impide reconocer y encontrarnos con el otro, que
es distinto y nos interpela a una transformación real que debe incorporar la
forma de vernos y relacionarnos como humanidad. El tiempo es ahora, no después
de que la economía se reactive; necesitamos hacer las dos cosas simultáneamente,
y para ello tendremos que abrir la puerta y salir al encuentro de ese otro,
para reconocerlo y construir juntos. No es una tarea fácil, pero sí urgente,
que empieza por cada uno de nosotros; entender que la vulnerabilidad es el
espacio que nos une y nos da la fuerza para avanzar juntos, frente a la
incertidumbre y la adversidad.
Publicado La Patria 05 de agosto 2020
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