El mundo cambió; es algo que no se puede negar y
aunque quisiéramos que no hubiera pasado, está sucediendo y su impacto va más allá
de la economía y la salud física. Hace
poco, el secretario general de Naciones Unidas ONU, Antonio Guterres, decía que
ésta no es una crisis financiera, sino humana, “nuestra familia humana está
estresada y el tejido social se está rasgando; la gente está sufriendo, enferma
y asustada (…) hoy más que nunca necesitamos solidaridad, esperanza y voluntad
política para superar esta crisis juntos”. No solo
el secretario de la ONU, dirigentes y líderes mencionan la necesidad de ser
solidarios; sin embargo, parecería que estamos en un período autista de la
humanidad, en el cual se está perdiendo la capacidad de dar y recibir afecto,
hay preferencia por el juego en solitario, escaso contacto visual y falta de
reciprocidad, que son síntomas del trastorno del espectro autista ASD (sigla en
inglés) o autismo.
Sin embargo, no todo se le puede atribuir a la
pandemia. Antes de ésta y derivado de un
modelo de desarrollo centrado en lo económico, las relaciones ya tenían un
sello mercantilista, donde: ‘Todo se vende y todo se compra’; lo que cuenta es
el beneficio y la rentabilidad; el valor del encuentro se mide en función de
los resultados materiales. En este
contexto no queda espacio para el encuentro significativo con el otro,
especialmente con el que es vulnerable, con el que sufre, con el que no tiene
la capacidad ni los medios para hacer parte de esta dinámica ¿Dónde quedan la
cercanía, el afecto, el apoyo, la solidaridad, y el amor, que son fundamentales
para enfrentar exitosamente los retos y la adversidad que acompañan este tiempo
de pandemia? Esta es una gran paradoja, cuando la regla
para la protección de la vida es el aislamiento y la distancia física; mientras más se prolonga
la cuarentena, más aumenta la incertidumbre, y con ella el sentimiento de
vulnerabilidad, entendida como la necesidad de cuidado que tenemos los seres
humanos, especialmente los que se sienten, o nos sentimos, más desprotegidos
ante esta situación.
Es verdad que la tecnología ha sido un elemento
fundamental para mantener el contacto y hacer posible la continuidad en algunas
actividades; pero no todo funciona virtualmente o al menos, no de la misma
manera, porque: No todos tienen una buena conexión a internet; en algunos o
muchos hogares no hay equipos para toda la familia, cuando se tienen actividades
simultáneas; es demasiado tiempo frente a la pantalla que se traduce en
cansancio y deseo de terminar pronto; la conexión se debilita cuando todos
encienden la pantalla, así que es mejor no verse; no todos tienen conexión o
computador para comunicarse con sus seres queridos. No es lo mismo y no es mejor, es útil y
práctico; pero no reemplaza el cara a cara, se pierde la cercanía y la calidez
de un gesto, un apretón de manos, una caricia. Ni que decir cuando hay un ser querido enfermo
al que no se puede ver y cuidar o cuando se trata de hacer un duelo y no se
puede tener un abrazo.
Hoy más que nunca, necesitamos generar un buen
balance entre humanidad y virtualidad; entre bienestar y economía; entre poder
y amor. Estar tanto tiempo frente al
computador, buscando respuestas simples ante problemas complejos y generación
de ingresos, puede llevarnos a una situación autista en la que nos concentremos
tanto en nuestros problemas personales, que perdamos de vista que como seres
humanos necesitamos de otros para sobrevivir. Somos producto de relaciones, crecemos al
cuidado de una mamá o de una persona que hace sus veces, nos formamos de la
mano de maestros que nos acompañan durante la etapa escolar, también por el
afecto de la familia, los amigos y quienes nos apoyan a lo largo de la vida. Sobrevivir
a esta pandemia no solo es protegerse del contagio, generar ingresos económicos
y mantener el statu quo; es cuidar las relaciones de familia, amistad,
comunidad y sociedad, que nos han permitido llegar hasta aquí, no con fines
utilitaristas, sino porque son parte de lo que nos constituye como humanidad.
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