Tal
vez lo único seguro que tenemos, es que estamos de paso por este mundo y un día
nos iremos. Algunos quisiéramos saber cómo será ese último momento en el que
diremos adiós a lo que nos rodea, solo pensarlo puede generarnos demasiado
miedo; es así como, elegimos tomar distancia de todo lo que suene a muerte. Hoy,
ante la partida de mi hermana, siento que la muerte es uno de esos temas de los
que deberíamos hablar. Si nos atreviéramos a mirarla de frente, sin rechazarla
y huir, ella tendría mucho que enseñarnos sobre la vida. Estoy aquí, con
lágrimas en mis ojos, un vacío en el estómago, el corazón partido, y si la
expresión cabe, diría que mi alma está llorando. Muchos seguramente reconocen
este sentimiento, que surge ante la pérdida de los seres queridos y nos pone a
mirar la vida como una película donde aparecen toda clase de recuerdos, que
activan lo más bello y lo más triste de esta historia compartida que nos
gustaría recuperar. Tener una segunda oportunidad para reescribir algunas
páginas con tachones, y revivir otras más alegres.
La
muerte es ese momento que, como decía alguien en el funeral de mi hermana, hace
que la memoria se vuelva presente, nos permita conectarnos con la vida y
especialmente con el amor de quien se fue y ya no volverá. Es momento de
cierres y despedida, pero también de nuevas posibilidades y bienvenida. Suena paradójico,
pero siento que hoy despido a mi hermana con la tristeza de saber que no
volveré a abrazarla, con la impotencia de no poder hacer nada distinto a
dejarla ir; también con la gratitud de haberla acompañado hasta el último
momento, con el amor que Dios fue poniendo en mi corazón, y la certeza que hoy está
en un sitio mejor. El regalo más grande que recibí de Dios, a través de mi
hermana, fue la posibilidad de abrazar la vulnerabilidad, en ella y en mí. Es
el ejercicio del que habla Emanuel Levinas ‘salir de nosotros para reconocer el
sufrimiento del otro’ y en ese espacio encontrarme con mi verdadero yo. No la
mujer estudiosa y dedicada que algunos conocen, sino el ser humano vulnerable,
que se siente pequeña e impotente ante la realidad de un mundo que cada día
parece más insensible e indiferente ante el dolor ajeno.
Necesitamos
reconocer que todos somos igualmente vulnerables; yo lo soy y también lo es el
otro que sufre y necesita de mi cuidado. El Amor de verdad, con mayúscula, no
es una fórmula matemática, donde amor es igual a dar, recibir y retribuir; por
el contrario, Amor es igual a entrega generosa, en la que hay encuentros y
desencuentros, alegría y dolor. Solo si somos capaces de resignificar las
relaciones humanas, pasando de esa mirada mercantilista donde se da para
recibir algo a cambio, para entrar en un proceso de descubrimiento que nos
permita ver y valorar la diferencia, la alteridad del otro que es distinto a mí
y que tal vez no puede darme nada a cambio, podremos construir una sociedad
mejor. Mi hermana no podía darme nada,
pero al mismo tiempo me lo dio todo. Sin este camino no hubiera podido entender
que el Amor no solo es alegría y entusiasmo, también es fragilidad y perdón,
que nos permite conectarnos desde un sentimiento profundo que no se puede poner
en palabras. Creo que es esto lo que nos falta hoy, salir de nuestro egoísmo y
mismidad, como lo llama Levinas, para abrirnos al encuentro con el otro, sin
esperar nada a cambio, solo para reconocer su dignidad y así poder caminar
juntos.
Cierro
con este hermoso escrito de San Pablo a los Romanos: "Yo sé que ni la
muerte ni la vida, ni los ángeles ni las fuerzas del universo, ni el presente
ni el futuro, ni las fuerzas espirituales, ya sean del cielo o de los abismos,
ni ninguna otra criatura podrán apartarnos del amor de Dios, manifestado en
Cristo Jesús, nuestro Señor." (Ro 8, 38-39). Descansen en paz nuestros
seres queridos, démosles amor mientras están aquí y aprendamos de los regalos
que nos deja su partida.
Publicado La Patria 08 de julio 2020
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